JAPÓN, LA NIEVE Y LOS FRIOS.

Cuando uno es un friolento de pura casta y cepa, como quien suscribe, no hay con qué darle y lo pasa congelado una y otra vez en su vida.

En el año 90, a mediados de enero, la vida decidió llevarme a vivir a Japón. 

         Salir en mediados de enero, en pleno verano de mi casa en  un balneario y viviendo a cinco cuadras de la playa y tener como destino Japón en pleno invierno, no fue nada fácil. Y mucho menos para personajes como nosotros los uruguayos que nunca habíamos visto la nieve ni estado en ella.

         Los de esta parte del mundo, que solo conocíamos la nieve por películas o fotos y que la asociábamos nostálgicamente con la navidad y con Papá Noel… aunque no sé porqué, ya que acá no hay nieve y a Papá Noel si bien intuimos que viene, nunca nadie lo ha visto…

         Nunca voy a olvidar la primera vez que vi nevar, ¡fue una experiencia maravillosa! parecía como si el cielo se cayera en diminutas hojuelas de hielo. Además también fue en una fecha emblemática para nuestro imaginario colectivo, ya que fue un 24 de diciembre a las 20.30 hs. Al día siguiente, amaneció todo cubierto por una gruesa capa de nieve que todo lo cubría y suavizaba los contornos y borraba el perfil de las cosas. Los autos en el estacionamiento eran ahora pequeñas colinas redondeadas por estar cubiertos por aquél manto suave y blanco.

         ¡Huelga decir que al otro día 25 de diciembre nadie fue a trabajar! Todos los extranjeros estábamos allá al aire libre jugando en la nieve como lo habíamos visto muchas veces en las películas. Al principio, íbamos todos muy abrigados y de gruesos guantes para la nieve. A medida que pasaba el tiempo, comprendimos que nuestro concepto sudamericano del frío donde nieva, era bastante exagerado, y muy pronto pues, estábamos todos sin guantes para tener más maniobrabilidad con las manos y porque se aguantaba bastante bien el frío. Así pues, enseguida estábamos haciendo las bolas de nieve que nos lanzábamos mutuamente entre todos y para hacer las bolas más grandes, que apiladas de a tres una sobre la otra nos permitían hacer los famosos muñecos de nieve, a los cuales no les faltaba su nariz de zanahoria, ni sus ojos y boca con hechos con semillas o porotos… ¡ah! Y también su bufanda. Grave decisión esta, porque con el frío se nos quemaron las manos y después andábamos con las manos rojas y ardiendo.

         Nuestra idea de vivir en un lugar donde nieva, era muy idílico y muy mal calculado. >Todos quieren vivir donde hay nieve, pero como cuando se va a Bariloche, donde uno va cuando quiere y se va cuando quiere, pero vivir en un país donde nieva, donde la nieve viene cuando quiere y se va cuando ella quiere ya es otro cantar.

         Las casas tienen los techos bastante inclinados para que la nieve se desplace y no se amontone encima, pero igual un porcentaje de ella igual se amontona y queda pegada. Luego se va derritiendo de a poco y da como resultado que siempre está lloviendo en la puerta de tu casa. Aunque ya no nieve más, la que quedó en el techo sigue cayendo como lluvia helada justo sobre  tu puerta. 

         Mientras soportás los fríos, las mojaduras y los días de agua nieve, todo lo idílico de los paisajes nevados se transforma en motivo de nuestras maldiciones. Por ejemplo, cuándo salís pala de nieve en mano y despejás tu vereda y el caminito hacia la calle, aparecen los de las máquinas limpia nieves de las calles, que hasta parece que esperan escondidos en la esquina a que termines de limpiar tu vereda y el caminito hacia la calle y pasan limpiando las calles, pero tirándote toda la nieve sucia sobre la vereda que tanto trabajo te dio limpiar.

         Cuando salíamos a las 6 de la mañana para el trabajo el panorama era desolador. Con aquél frío, la nieve que en el estacionamiento te daba por las rodillas y tenías que caminar por ella levantando mucho las piernas hasta el auto. Y ahí con algún elemento rígido tenías que raspar la nieve amontonada en el parabrisas y debías escarbar como un perro frente a las ruedas del auto para poner las cadenas que recubrirían después los neumáticos para poder circular por el suelo nevado sin patinar. Con un frasco grande de plástico poner agua cliente sobre el parabrisas raspado para terminar de limpiar el cristal y poder ver hacia afuera. Y durante todos estos procesos el calentador del motor estuvo encendido para poder después poder prender el motor.

         El nivel de peligrosidad al transitar esos días es tremendo. Cierta vez, bajando una lomita nevada en bicicleta, con las piernas abiertas para mantener el equilibrio mientras las ruedas iban surcando la nieve, al llegar a la esquina al final de la bajada, perdí el equilibrio y caí yo para un lado y la bicicleta para el otro. Un grupo de escolares que pasaban me ayudaron unos recogiendo la bicicleta y otros ayudándome a levantar y volver a la vereda. ¡Por suerte! Porque el auto que venía atrás, si bien frenó y venía con cadenas y todo, pero la inercia con la que venía hizo que siguiera de largo sobre la nieve, frenado y todo metiéndose en el portal de una casa y habiendo pasado por donde segundos antes estaba yo tirado en la nieve.

         Vivíamos en un edificio de 13 pisos, aunque en realidad tenía 11 pisos, ya que el número cuatro en japonés se dice  “shi”, que también quiere decir muerte, por lo que en los hospitales no hay pisos 4, ni salas ni camas con ese número y tampoco apartamentos ni pisos cuatro y tampoco el número nueve, no recuerdo porqué superstición. A ambos lados del edificio había sendos campos de arroz, que ahora estaban sumergidos y ocultos por la nieve. 

         El viaje rumbo a nuestros trabajos era en coche de unos veinte minutos aproximadamente. Yo trabajaba en una empresa que fabricaba mesas de cárnica y mi esposa en una hilandería. Yo y tres compañeros íbamos a trabajar rumbo al sur, en un coche y mi esposa y varias chicas brasileñas iban en la camioneta de la empresa hacia el norte. ¡Hubo un día de nevada tan grande que ese trayecto les demoró 6 horas! Cuando llegaron a la empresa, le pidieron al chofer que las trajera de nuevo a casa, ya que si se quedaban a trabajar el otro medio horario, cuando regresaran al llegar  a la casa ya sería hora de salir nuevamente para el trabajo.

         Las rutas tenían embotellamientos de varios kilómetros y cada tanto, algún camión sema remolque que había patinado y estaba atravesado en la carretera.

         Realmente es difícil vivir estas situaciones. 

         Hay lugares en el norte del país, en la isla de Hokkaido, donde nieva tanto que las casas tienen una segunda puesta de salida en el techo para salir cuando ha nevado mucho, y como las puertas allá se abren para afuera, cuando se amontona nieve ya a nivel de las rodillas es imposible abrirlas. Tienen también la costumbre de tirar las botellas de cerveza por la ventana para afuera y cuando las entran están bien frappé.

         Les cuento que muchas veces, a las 6 de la mañana cuando salíamos al estacionamiento para ir a trabajar, al ver aquél panorama tan desalentador y sabiendo todas las peripecias que seguro pasaríamos aquél día para llegar al trabajo, yo me decía, y me lo decía muy seriamente…

¿Qué estoy haciendo yo acá?

Compartir
Previous post «Las crónicas del Carajo»
Next post Leyendas urbanas.