APRENDIZAJE
El joven había ingresado en aquel Monasterio Budista para transformarse en Bonzo, o sea, en un sacerdote de aquella doctrina. La idea de perfeccionarse, aprender los 8 nobles caminos, lograr el desapego y aprender a transitar en el «Ichinen Sanzen», las 3000 existencias momentáneas de la vida y estar cada vez más cerca de la Budeidad, lo obsesionaban y le consumían todos los momentos de su vida. Esto, si bien era una propensión por lograr algo bueno, noble y útil, no dejaba de ser una obsesión con lo que ciertamente borraba con el codo lo que escribía con la mano, en lo que a las enseñanzas sagradas se refiere. Nuestro buen y esforzado estudiante, leía mucho, hacía muchas largas y difíciles meditaciones y mucho se cuestionaba sobre si estaría evolucionando, o no y si la velocidad a la que lo hacía era la correcta… Cierta tarde de otoño, después del almuerzo, paseaba por los patios interiores del Monasterio, disfrutando del bellísimo paisaje creado por diversos árboles y arbustos milenarios, que, respondiendo a la llamada de la estación, iban cambiando los colores a los tonos del marrón y el amarillo poco a poco hasta desvestirse de sus hojas para enfrentar la venida del invierno. Al pasar por el serpenteante canino al lado del puentecito de madera, vio a uno de los monjes maestros del Templo, absorto en la contemplación de las hojas de un bellísimo árbol de «Momiji». Para no interrumpirlo de aquella contemplación en las que el Monje parecía estar constatando como el otoñó se hacía realidad en el aire, y los árboles, el discípulo esperó pacientemente a que su maestro finalizara su meditación, para interrogarlo sobre las cuestiones filosóficas que ocupaban sus pensamientos… Un par de horas después, cuando el maestro dio por finalizada su tarea de meditación, observación e introspección, se levantó, saliendo así de su postura de «Loto», postura esta que utilizan los monjes para meditar. Sacudió algunas hojas que se habían pegado a su túnica, juntó las palmas frente a su cara y realizó una profunda reverencia, mientras recitaba un” Mantra». Finalizados estos rituales, observó al discípulo y le sonrió, como para animarlo a acercarse y a hacer sus preguntas. El preocupado alumno, no se hizo esperar y enseguida se acercó, saludo a su maestro con el respeto y la devoción adecuadas y le preguntó: -Maestro, he leído los «Sutras», escrituras budistas, he meditado mucho y me he dedicado con ahínco y pasión a las enseñanzas del Buda. El sabio y mesurado maestro, entrecerrando los ojos y con mucho cariño, le respondió: -! ¡Eso es muy bueno y saludable, querido discípulo! El estudiante entonces redondeó la idea de su pregunta: -! ¡Honorable Maestro! Después de practicar todas estas acciones, preciso saber cuál es la forma correcta para encaminarme hacia la Budeidad, para ser un hombre sabio, para ser ese estanque de sabiduría donde los hombres del mundo puedan saciar su sed de conocimientos. ? ¿Qué debo hacer?, ¿Cuál debe ser mi comportamiento para transformarme en un ser humano perfecto? -! ¡Por favor, sabio Maestro! dígamelo… Ante el asombro del estudiante, el Monje, con paz, alegría y verdadero interés, le preguntó con curiosidad: -? ¿Usted ya ha ido a almorzar hoy? Intrigadísimo, pero muy respetuoso, el joven le respondió: -! ¡Sí Maestro! Y el reverendo una vez más lo interrogó: -? ¿Y ha lavado usted los utensilios con los que comió? Más asombrado aún, el discípulo respondió que no lo había hecho… Y el monje, con una amplia y complaciente sonrisa le dijo: -! ¡Entonces vaya y lave lo que ensució!, porque el camino a la sabiduría y al despertar a la vida útil, así como llegar al conocimiento máximo de la budeidad, no está desligado a las cosas comunes de la vida cotidiana. Es a través del servicio, la humildad y el aprendizaje de las cosas cotidianas que llegamos a la budeidad. Hay un gosho que cita: “? ¿Si no puede saltar sobre una pequeña corriente de agua de 1 metro, como será capaz de saltar después uno de 3 o cuatro metros?»