La anciana padecía desde hacía días.

El calor de la ciudad se posaba sobre su pecho acercándole la muerte como quien le acerca un juguete a un niño pequeño.

La parca la dejó padecer, se tomó su tiempo y se ensañó con su vejez. Le lacró los ojos con emplastos color crema y le arrancó escaras de la piel.

Falleció del todo al medio día, y se despertó un tiempo más tarde. Era de noche, pero ¿de qué día?

Estaba parada frente a un ataúd mirando a unas cinco personas que oraban en silencio.

Tenía sueño todavía, y no entendía por qué la mujer que estaba dentro de la caja se parecía a ella.

Se miró el cuerpo con melancolía, y vagó como una presencia sonámbula entre las flores y los invitados.

Hablaba al oído de sus hijos, pero hace tiempos que los hombres no saben ya escuchar a los fantasmas quebrados por la muerte.

Su lengua muda, sonaba a una lengua cortada por la astilla de un espejo.

Pasó la mano de aire por las figuras de los santos de yeso de la iglesia y se sentó al lado de su nieto de cinco años. Los pies del niño no llegaban a tocar el suelo.

Sorprendida se dio cuenta de que este la veía, de que la miraba con amor y entendía que la vieja ya se tenía que ir de allí, que de otro lado la llamaban.

-¿Te vas a quedar bien, chiquitito?- Preguntó el fantasma.

-Si Nonita (dijo en voz baja). Le dejé a tu carne unas flores de yuyos de tu jardín. Andá nomás, Nonita. Sé que desde allá te llaman.

-Sí, mi pequeño. Ya me voy. Solo quería que decirte que te amo-

                                      Raphael Ficher

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