«La madre de Ernesto»

Esta historia es de uno de mis cuentistas favoritos, Abelardo Castillo. Dice así:

Tres amigos de dieciséis o diecisiete años, se enteran de que en el pueblo se abrió un prostíbulo. Hasta ese momento, lo único que había a mano era una estación de servicio en la entrada del pueblo, al costado de la ruta, que de día funcionaba como restaurante de tenedor libre y de noche se transformaba en club nocturno.

   Pero ahora el turco, el dueño de todo eso, había construido unas piecitas en el piso de arriba y había traído, por primera vez, una prostituta. Que tampoco era cualquier prostituta: era (y esa era la noticia que dejó a estos chicos boquiabiertos) la madre de Ernesto.

   Ernesto era un amigo de ellos, muy cercano, un pibe que ese verano se había ido al campo con su padre.

   Ernesto vivía solo con su papá desde que la madre, unos años antes, se había mandado mudar con una de esas compañías de teatro que se van en casas rodantes. Los abandonó la madre. Y ahora parecía que había vuelto. Como prostituta. Estos tres chicos no lo podían creer…

   Cuando uno de los tres contó la noticia de que la prostituta era la mamá de Ernesto, se quedaron un rato callados, sin decir nada. Y se empezaron a acordar de lo buena que estaba la mamá de Ernesto. Era una morocha cuarentona a la que, ya en esa época de los trece, catorce años le tenían unas ganas bárbaras.

   Entonces uno dijo:» Que cagada, si no fuera la madre de Ernesto sabés como íbamos…»

   Pero Julio, el más práctico de los tres (o el que estaba más caliente), dijo: «Todas estas minas son la madre de alguien. Si no aprovechamos ahora, no sabemos cuándo el Turco va a traer otra».

   Y una semana después decidieron ir. Julio fue a buscar un auto prestado y los otros dos lo esperaron charlando en una esquina. Uno dijo»¿Cómo estará ahora?». Y el otro preguntó:»¿Quién? ¿La mina?». No quiso decir «la madre», o no pudo decirlo. Se querían olvidar de todas las veces que habían ido a jugar a la casa de Ernesto y la mujer les preguntaba si querían tomar la leche o ver tele. Le tenían miedo a ese recuerdo.

   En eso estaban, medio nerviosos, cuando llegó Julio con el auto de su hermano mayor y con una botella de whisky Criadores que le había robado al padre. Tomaron del pico para bajar la ansiedad, mientras iban al prostíbulo, en el auto se acordaron en voz alta de la mamá de Ernesto: sus ojos siempre pintados, las caderas grandes, y sobre todo esa tarde en la que ella se agachó a prender el horno y se le escapó medio pecho por el escote de la blusa… y ellos miraron, abriendo los ojos como el dos de oro.

   «Al final», dijo Julio, «estamos haciendo justicia por Ernesto, pobre, que le tocó una madre tan puta». Y así empezaron a envalentonarse. Y llegaron al prostíbulo medio creyendo que estaban haciendo algo noble por su amigo.

   Arreglaron con el Turco la plata y subieron a una salita que tenía una puerta cerrada. Se sentaron a esperar. Estaban inquietos. Hicieron dos o tres chistes, de puro nervio, hasta que se abrió la puerta y salió un cliente. Un gordito que les revoleó los ojos como diciendo» no saben lo que es esa mina». Y bajó la escalera contento, el gordito.

  Fue ahí, justo cuando los tres se miraban para ver quién iba a pasar primero, justo ahí, es que apareció la madre de Ernesto.

   Se quedó parada en la puerta. Se había teñido el pelo de rubio y tenía un dèshabillé entreabierto, y abajo no tenía corpiño. Con una mirada un poco distraída y una sonrisa profesional les dijo:»¿y? ¿Quién entra?».

   Ninguno de los tres pudo contestar nada. La miraban. La mujer insistió con voz pegajosa, un poco grave por el cigarro:» Vamos, ¿Quién entra?».

   Esta vez la pregunta resonó como una orden, así que los tres se pusieron de pié al mismo tiempo y Julio dijo:» Voy yo  voy yo».

   Pero justo cuando Julio dio dos pasos, ella los miró a los tres a los ojos y la escena se detuvo. Al principio la cara de la mujer fue de sorpresa, o de confusión. Pero después fue cambiando el gesto, que se convirtió en una expresión de miedo puro.

   Y dijo:»¿Le pasó algo a Ernesto?». Así dijo:» Chicos, ¿le pasó algo a Ernesto?

   Y entonces, con un ademán rápido, maternal, se tapó el cuerpo con el dèshabillé.

*Abelardo Castillo (1935-2017) exhibía las miserias más oscuras de sus personajes, pero siempre con transparencia. El cuento» La madre de Ernesto» fue parte de » _Las otras puertas»(1962), su primer libro de cuentos.

Este es un autor argentino que he leído y me ha gustado mucho, por eso se los comparto.

«La madre de Ernesto»

                                            Abelardo Castillo

Esta historia es de uno de mis cuentistas favoritos, Abelardo Castillo. Dice así:

   Tres amigos de dieciséis o diecisiete años, se enteran de que en el pueblo se abrió un prostíbulo. Hasta ese momento, lo único que había a mano era una estación de servicio en la entrada del pueblo, al costado de la ruta, que de día funcionaba como restaurante de tenedor libre y de noche se transformaba en club nocturno.

   Pero ahora el turco, el dueño de todo eso, había construido unas piecitas en el piso de arriba y había traído, por primera vez, una prostituta. Que tampoco era cualquier prostituta: era (y esa era la noticia que dejó a estos chicos boquiabiertos) la madre de Ernesto.

   Ernesto era un amigo de ellos, muy cercano, un pibe que ese verano se había ido al campo con su padre.

   Ernesto vivía solo con su papá desde que la madre, unos años antes, se había mandado mudar con una de esas compañías de teatro que se van en casas rodantes. Los abandonó la madre. Y ahora parecía que había vuelto. Como prostituta. Estos tres chicos no lo podían creer…

   Cuando uno de los tres contó la noticia de que la prostituta era la mamá de Ernesto, se quedaron un rato callados, sin decir nada. Y se empezaron a acordar de lo buena que estaba la mamá de Ernesto. Era una morocha cuarentona a la que, ya en esa época de los trece, catorce años le tenían unas ganas bárbaras.

   Entonces uno dijo:» Que cagada, si no fuera la madre de Ernesto sabés como íbamos…»

   Pero Julio, el más práctico de los tres (o el que estaba más caliente), dijo: «Todas estas minas son la madre de alguien. Si no aprovechamos ahora, no sabemos cuándo el Turco va a traer otra».

   Y una semana después decidieron ir. Julio fue a buscar un auto prestado y los otros dos lo esperaron charlando en una esquina. Uno dijo»¿Cómo estará ahora?». Y el otro preguntó:»¿Quién? ¿La mina?». No quiso decir «la madre», o no pudo decirlo. Se querían olvidar de todas las veces que habían ido a jugar a la casa de Ernesto y la mujer les preguntaba si querían tomar la leche o ver tele. Le tenían miedo a ese recuerdo.

   En eso estaban, medio nerviosos, cuando llegó Julio con el auto de su hermano mayor y con una botella de whisky Criadores que le había robado al padre. Tomaron del pico para bajar la ansiedad, mientras iban al prostíbulo, en el auto se acordaron en voz alta de la mamá de Ernesto: sus ojos siempre pintados, las caderas grandes, y sobre todo esa tarde en la que ella se agachó a prender el horno y se le escapó medio pecho por el escote de la blusa… y ellos miraron, abriendo los ojos como el dos de oro.

   «Al final», dijo Julio, «estamos haciendo justicia por Ernesto, pobre, que le tocó una madre tan puta». Y así empezaron a envalentonarse. Y llegaron al prostíbulo medio creyendo que estaban haciendo algo noble por su amigo.

   Arreglaron con el Turco la plata y subieron a una salita que tenía una puerta cerrada. Se sentaron a esperar. Estaban inquietos. Hicieron dos o tres chistes, de puro nervio, hasta que se abrió la puerta y salió un cliente. Un gordito que les revoleó los ojos como diciendo» no saben lo que es esa mina». Y bajó la escalera contento, el gordito.

  Fue ahí, justo cuando los tres se miraban para ver quién iba a pasar primero, justo ahí, es que apareció la madre de Ernesto.

   Se quedó parada en la puerta. Se había teñido el pelo de rubio y tenía un dèshabillé entreabierto, y abajo no tenía corpiño. Con una mirada un poco distraída y una sonrisa profesional les dijo:»¿y? ¿Quién entra?».

   Ninguno de los tres pudo contestar nada. La miraban. La mujer insistió con voz pegajosa, un poco grave por el cigarro:» Vamos, ¿Quién entra?».

   Esta vez la pregunta resonó como una orden, así que los tres se pusieron de pié al mismo tiempo y Julio dijo:» Voy yo  voy yo».

   Pero justo cuando Julio dio dos pasos, ella los miró a los tres a los ojos y la escena se detuvo. Al principio la cara de la mujer fue de sorpresa, o de confusión. Pero después fue cambiando el gesto, que se convirtió en una expresión de miedo puro.

   Y dijo:»¿Le pasó algo a Ernesto?». Así dijo:» Chicos, ¿le pasó algo a Ernesto?

   Y entonces, con un ademán rápido, maternal, se tapó el cuerpo con el dèshabillé.

*Abelardo Castillo (1935-2017) exhibía las miserias más oscuras de sus personajes, pero siempre con transparencia. El cuento» La madre de Ernesto» fue parte de » _Las otras puertas»(1962), su primer libro de cuentos.

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