Era un gato viejo y negro, que tenía algunos años viviendo en ese cementerio. Conocía todas las tumbas y con gran orgullo podía decir que ya había dormido varias siestas en muchas de ellas.
Pero hubo un día en que el viejo minino contempló un extraño suceso, había un fantasma sentado encima de una de las lápidas de aquél cementerio.
El gato contempló al fantasma, pero el fantasma solo contemplaba el cielo.
Fueron varios los días y las semanas en las que el fantasma se la pasaba sentado viendo al firmamento, ya fuera de noche o en un día muy nublado, el viejo gato también buscaba en el cielo aquello que con tanta fascinación tenía embobado al fantasma, pero el gato nunca logró encontrar nada que fuera peculiar para sus gatunos ojos…
Pasaron uno y dos, tres y cuatro años más… y el gato se volvió más lento y dormilón.
El fantasma en cambio seguía como estaba y donde estaba, con la cabeza apuntando hacia el cielo y sentado encima de aquella tumba.
Un cierto día en que hacía mucho frío y mucha neblina, el gato sintió sus huesos congelados, también cansados, caminaba lento y tenía mucho sueño, tanto como no había tenido en toda su vida.
Decidió que tomaría una siesta, llegó a una tumba, dio un par de vueltas en círculo y cayó rendido.
El gato comenzó a temblar y se dio cuenta que no se despertaría nunca más, abrió por última vez sus ojos y miró con asombro que la tumba que había escogido para tener su última siesta era la de aquél fantasma que ya no seguía viendo el cielo, ahora lo veía a él.
El fantasma entonces extendió una de sus manos y acarició al gato y el gato dejó de temblar, ya no tuvo frío.
Ese día nublado se escuchó algo en aquél cementerio y si hubiera habido alguien más a parte de los muertos lo hubieran escuchado con facilidad.
“Te esperé durante mucho tiempo mi despistado y dormilón minino”…
Créditos a su autor.